Javier Santacruz
— Economista
— 9 de abril, 2021 — Publicado en eleconomista.com

En poco más de dos semanas, el Gobierno ha presentado dos documentos de enorme relevancia. Primero fue el denominado «Pacto por la Industria», enfocado a cumplir el objetivo europeo de que el sector secundario alcance el 20% del PIB. Y unos días después ha sido el acuerdo político sobre la Ley de Cambio Climático, con impacto directo sobre la política energética, fijando los objetivos de emisiones de gases contaminantes, algunas medidas concretas de electrificación, horizonte definido de reducción drástica de consumo de combustibles fósiles y ciertas medidas que sirven de ínterin mientras los diferentes paquetes normativos que forman parte del Green Deal europeo terminan de definirse y aplicarse.

Pero, al igual que sucede en la política europea, existen múltiples contradicciones y conflictos entre la política energética y la política industrial que se está definiendo en España, fundamentalmente por una disparidad enorme de objetivos que deben ser puestos en coherencia, unido a estrategias que chocan frontalmente por problemas de diagnóstico básico de la situación de partida y el análisis de lo «posible» frente a lo «deseable».

Por un lado, para articular una política industrial realista, es necesario partir de la actual composición del sector secundario, dominada por cuatro actividades muy concretas (según los últimos datos disponibles del INE): industria energética y agua (con un peso del 20% sobre el valor añadido bruto), industria agroalimentaria (16%), industria del automóvil y transporte (sobre todo, componentes y ensamblaje, pesan un 15%), industria siderúrgica (11%) e industria química y farmacéutica (9%). Todas ellas suman algo más del 80% de la actividad industrial en España.

Con esta composición en la mano, y profundizando en las cuentas de resultados de las empresas industriales, resulta ser el coste energético el principal factor que resta competitividad. Tal es así que, concretamente, el coste de la factura eléctrica para una industria en España es más del doble que en Francia o Alemania, incidiendo especialmente en las industrias automovilística y siderúrgica (compuesto por multitud de empresas electro-intensivas) que suman más de la cuarta parte del producto agregado industrial.

Concretamente en la industria básica está el epicentro de la crisis del sector secundario y desde donde debería construirse una política industrial que aborde la reconversión de estas ramas de actividad, con un doble objetivo: generar valor añadido vía rebaja de costes y esto como palanca de nuevas inversiones, atracción de capitales y generación de innovación. A esto se enfocan medidas como el Estatuto de la Industria Electro-intensiva, el cual reconoce la realidad de que los costes energéticos son la clave para la competitividad de la industria.

Pero, por otro lado, y al mismo tiempo, la política energética actúa en sentido contrario a la política industrial. Basada en los principios generales deseables como la reducción de emisiones y «castigar al que contamina», genera en la práctica un incremento de costes especialmente en industrias básicas y de bienes de equipo que son las que deben soportar el mayor peso de la reducción de emisiones de CO2 junto con la industria energética. Aunque la actual política energética ofrece pocas alternativas viables a muy corto plazo (en un escenario de potencial explosión al alza de los precios de los créditos de carbono en el mercado europeo) en realidad sí existen. La política energética española codicia lo que no tiene, mientras que desprecia lo que sí tiene.

Dado este escenario, es evidente que la variable que ejerce como nexo de unión y que puede conciliar la política energética y la política industrial es el coste de la energía en su más amplio sentido (electricidad, combustibles…). Así, la revisión del actual mix energético debe pasar por un doble baremo: a) energías que contribuyen a la reducción de emisiones y b) energías de alta eficiencia, con suministro continuo y capacidad de respaldo. Para conseguir este doble objetivo, resulta que en España existen fuentes de energía primaria y secundaria basadas en recursos naturales de los que España afortunadamente posee en abundancia, en recursos provenientes de los desperdicios y restos de los procesos de producción industrial, y tecnologías que son capaces de tomar combustibles con alta huella de carbono, generando a partir de ellos energía de bajo impacto carbónico.

Por ello, es necesario no abandonar tecnologías y fuentes de energía como la cogeneración, íntimamente ligada al sector industrial (la energía se genera a partir de procesos industriales) e independiente del sistema energético (puede interactuar con él evacuando la energía al sistema eléctrico nacional o bien emplear la energía eléctrica generada para el autoconsumo de la planta industrial donde se ubica). En el fondo hay dos claves fundamentales: almacenamiento de energía combinado con redes de transporte e interconexiones inteligentes y energías de nulo o bajo impacto carbónico que sirvan como respaldo y obtenidas a partir de la explotación de los recursos secundarios de la industria o naturales.

Ésta es una de las puertas abiertas más interesantes de la aprobada Ley de Cambio Climático en el Congreso para cuestiones como la plena incorporación del sector forestal, el uso de las tierras agrícolas y el cambio de cultivos como las tres principales actividades sumidero de CO2 que tienen que ser remuneradas con criterios de mercado y que pueden contribuir de una manera sustancial a reducir la factura energética. En definitiva, éste es el camino a seguir para que España tenga una política industrial y una política energética coherentes y eficaces.